Si usted se reconoce una persona alegre -o sea, naturalmente dotada de buenas ondas- y, a la vez, considera que nadie puede reprocharle amarretismo, sepa que le bastará proponérselo para que su alegría se reproduzca en otras personas.
Donar alegría es uno de los más baratos gestos de generosidad, pero, aun así, se trata de una actitud humanamente exótica, con poquísimos cultores. La alegría es contagiosa, se reproduce de la nada y no hay individuo que se haya visto privado de ella por el hecho de haberla repartido a raudales. En serio, usted podrá comprobar que cuanta más alegría despilfarre, más rápido ha de incrementarse su capital de buenas ondas. A tan curiosa conclusión arribaron psicólogos, sociólogos y etnólogos -básicamente, estudiosos de la salud emocional-, reunidos en Buenos Aires y Helsinki, capital de Finlandia.
Aun cuando cada grupo trabajó por su cuenta, sin tener noticias del otro, lo sorprendente es que desde perspectivas culturales muy disímiles alcanzaron idéntica moraleja: si una persona es alegre, invierte buena voluntad y regala siquiera mendrugos de ánimo jolgorioso, su alegría ha de irradiarse a otra u otras. Porque la jovialidad es contagiosa y las buenas ondas se propagan.
Desde luego, la alegría de buena calidad es difícil de conseguir, tal vez porque eso de prodigarla sin aspiración de recompensa sólo está en la mente y en la naturaleza de seres humanos bastante raros. El mercado pone a disposición de los consumidores toda clase de alegrías de rezago, gruesas y chapuceras, pero las que verdaderamente halagan el espíritu suelen escasear tanto como cualquiera de los sentimientos altruistas.
Sarmiento auspició el "buen reír" en algunos de sus discursos; Martín Lutero creía que Dios lo había dotado de un imbatible escudo protector, la alegría, y el filósofo holandés Baruch Spinoza (en su Etica demostrada según el método geométrico, 1675) se declaró desconfiado de los tipos vocacionalmente inclinados a la amargura. "Tu risa me hace libre,/ me pone alas;/ soledades me quita,/ cárcel me arranca", dice un poema de Miguel Hernández, cantado por Alberto Cortéz.
La distribución de alegrías de buena ley es ciertamente escasa por distintas razones: porque no se cultivan y porque, a diferencia de las tristezas, carecen de prestigio. Ningún artista o escritor que haya inspirado sonrisas mereció la fama de los que hicieron sufrir y llorar, y ningún político alcanzó alguna cumbre sin apelar al gesto ceñudo, al discurso de ronco son y al dedo acusador siempre en ristre.
Es lamentable, pero también la angustia es contagiosa. Y, debe uno reconocerlo, sabe ingeniárselas para cosechar socios y simpatizantes.
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